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viernes, 26 de febrero de 2016

SER DE FRAILES. CAPITULO DOCE




Los cortijeros también formaban un gran colectivo que iban y venían y pasaban por allí. Había personas de la Hoya del Salogral, de los Rosales, Cova la Yedra, Cerrillo el Ciego, Cañada de Alcalá, El Espinar, Las Nogueruelas, Los Barrancos, Molino León, Puerto Blanco, Cañada Nogueras, la Cerezuela, el Albejanal, y de algún otro sitio. Viajaban desde sus respectivos lugares en bestias como mulos y caballos. Llegaban por la mañana y volvían a sus cortijos por las tardes. Eran buenos compradores y muchos estaban acostumbrados a hacer las compras en casa de Fiscalillo, un hermano de Vicente Tambor, que tenía una tienda en la calle Tejar, en la esquina con la calle Almoguer.
Había un dicho entre los cortijeros que era ‘Casa Fiscalillo te espero’. Pero mi madre los fue atrayendo, primero en la tienda y después en la taberna. Ellos llegaban allí y dejaban sus cosas, generalmente venían a una misa, a un entierro -en masa- porque eran y siguen siendo muy cumplidores y respetuosos. Iban a la iglesia, daban el pésame a la familia y al terminar hacían sus mandados. A la mayoría le gustaba bastante el pescado crudo, compraban un par de kilos de boquerones y sardinas y los colocaban en una mesa y pedían vino o cerveza. Comenzaban a descabezar boquerones y sardinas y a comer a diestro y siniestro, hasta que se hartaban. Las cabezas de los boquerones y sardinas las iban colocando en papeles de estraza e iban formando un gran montón. Así se recuperaban. De postre pedían un melón, o una sandía, naranjas o algún plátano y a veces un café en la Cueva o en el bar Nuevo.
Su práctica social era clara: si había cinco personas juntas para comer o beber, cada una de esas personas pagaba una invitación, de tal manera que ninguno se iba o retiraba de la reunión sin esa condición. Eran apretados y cumplidores de su palabra y a veces obcecados y cabezones, algunos se aferraban a la bebida y estaban durante todo el día bebiendo, porque cuando venían a Frailes, era su día de fiesta y lo aprovechaban. Generalmente, las mujeres compraban comestibles para consumir en el cortijo: café, azúcar, naranjas, cal para encalar las casas, agujas, hilo, caramelos para los niños, tabaco. A veces, ellos también traían algún producto para intercambiar, principalmente huevos o algún buen queso de cabra y algún choto o borrego. Igualmente, iban personas de Frailes a vender todo tipo de productos a los cortijos. Eran los ‘regoveros’. Llevaban un mulo, caballo o burro, cargado hasta los topes, en una especie de serón, y visitaban en un día varios cortijos. Me acuerdo de Antonio Pajarico que realizaba este tipo de trabajo desde su domicilio en la calle Mecedero, al igual que un hijo de Salvador el de Misián, que también hacía esta labor, y otro hombre por la calle Almoguer que se dedicaba a lo mismo.

 Desde Alcalá la Real, llegaba otro hombre -Gorrión- que vendía por los cortijos acompañado de su burro. Los cortijeros le hacían encargos y él se los llevaba, y así se ganaba la vida. Este hombre pasaba con su burro cargado de todo tipo de productos, hacía una parada en el pilar que hay en la calle Cuevas y se bebía un par de vasos de vino de los gordos de un tirón, iba con prisa y solía pasar una semana o más recorriendo los cortijos. Vendía y hacía trueques, así que el resultado era que bajaba para Alcalá  cargado de huevos, queso, algún choto. Volvía a hacer un descanso en la taberna de mi madre y otra vez a la bebida: grandes vasos que daban por resultado que se embriagara y se tirara en el suelo hasta que se despejaba. Era una lástima, porque el burro perdía el control y el dueño del burro también.
Había cortijeros que también hacían negocio de comercio entre sus paisanos, como la Ramona en la Hoya. Era una mujer que iba casi todas las semanas desde la Hoya del Salograr a Alcalá para hacer sus compras de todo tipo de productos y luego los vendía en su propia casa en donde tenía una tienda. También solía visitar a mi madre y como se parecían mucho, ellas hablaban y se contaban sus cosas. Después Ramona se estableció en la Hoya, frente a la casa del santo Custodio; aún la siguen teniendo su hija y yerno. Otra de estas personas era Rafael Bretones, alias Retrato, asimismo de la Hoya del Salograr. Éste se dedicó a vender queso de cabra por los pueblos de la provincia de Jaén y Granada, con los años se trasladó a Frailes y vivió en una casa de la calle Cerrillo, se apuntó al PSOE y llegó a ser concejal.
Los cortijeros fueron aprendiendo como los fraileros y también fueron prosperando al mismo tiempo. El arreglo de sus caminos y el progreso representado por la llegada del automóvil, hizo que este hecho les diera autonomía, así que muchos invirtieron en poder sacarse el carnet de conducir y comprarse un buen coche y con ello se situaron más cerca de Frailes y del mundo. Sus hijos, que no tenían donde estudiar, se desplazaron para hacerlo, otros se compraron una casa en Frailes y viven aquí y forman parte de esta comunidad a la que han engrandecido con su aportación. Gente como los Muriana del cortijo el Charro, Matasuegras, la gente de los Rosales, la del Cerrillo el Ciego, Cañada Alcalá y muchos otros.
Los cortijos fueron y son una gran fuente de riqueza y los cortijeros también. En los años de 1950-1970 estaban casi todos llenos de gente, de personas muy  trabajadoras, responsables y ahorradoras. Después fueron perdiendo atracción para mucha gente y muchos se fueron despoblando, y sus paredes cayéndose y formando un pedregal, pero también muchos siguen fieles a sí mismos, a sus tradiciones, a su tranquilidad. Hoy ya no hay cortijeros propiamente dichos, porque no hay distancias y lo mismo da vivir en Frailes o en la Hoya que en los Rosales, en unos minutos cualquiera puede estar en Granada o en el aeropuerto de Málaga y en unas horas estar paseando por Roma o por Berlín. Pero la figura del cortijero, con su mulo de reata, su camisa limpia y su gorra y con una sonrisa en la boca llegando a Frailes por las Eras del Mecedero, llenó aquél tiempo. Como Dimas el del Hachazo y muchos otros que venían del Burufete Alto y Bajo, de las Carrillas, de Fuente Viejas, de Cerezo Gordo, del Albejanal. Este cortijo lo conocí, debido a mi cuñado Rafael Anguita y a su padre, cuando cortaron una vez el monte de chaparros. Fui allí con apenas ocho años y me di cuenta de que era un mundo aparte. Allí, en la espesura de los chaparros y encinas, el Feo y sus hijos habían construido algo así como una choza, muy bien trenzada, hecha toda a base de ramas y troncos de chaparro. Tenía incluso camas, ya que no se calaba el interior por la lluvia. Pasé varios días, viendo cómo se elaboraba el carbón. Los hombres cortaban ramas de las encinas y chaparros, construían lo que se llamaba un boliche, a base de leña y trozos de gran tamaño en el interior, después agregaban ramas y tierra. Parecía como una pequeña montaña a la que prendían fuego, la vigilaban y al cabo de dos o tres días apagaban definitivamente el boliche, desprendiendo por muchos lados humo, de allí salía el carbón.
Moisés el Feo y sus hijos sacaban del boliche los trozos de madera negra de encina y chaparro que, una vez expurgados y quitada la tierra y las sobras, metían en grandes capachos o seras de carbón, los cargaban en burros y lo llevaban a Frailes. El carbón se vendía en la carbonería de la de Pajote, e incluso se llevaba a otros lugares (Alcalá, Priego o Granada). El carbón vegetal era una gran fuente de energía y la gente hacía uso de él, compraba un kilo, o dos y lo encendían para cocinar y calentarse. Los que se dedicaban a esto eran los carboneros, que compraban la leña de los montes, se ponían de acuerdo con el propietario y comenzaban a trabajar cortando leña y haciendo boliches. Era un trabajo duro que requería cuidado, pues en cualquier momento podían quemarse o caer al boliche ardiendo. Las mujeres de los carboneros se iban con ellos a los montes y a las sierras y los acompañaban y trabajaban a su lado, hacían la comida y todo tipo de labores, eran parte integrante de la cuadrilla. Yo pasé varios días entre ellos con mi hermana Emilia y los recuerdo con alegría, en el sentido de que esta estampa no se me ha borrado de la cabeza. Aún recuerdo la pequeña cama que me hicieron como un catre con cuatro palos y un colchón hecho de ramas de chaparro y la choza toda cubierta de retama para que la lluvia no entrara dentro. Aquellos días fueron inolvidables y aprendí el valor que tenía el carbón en aquella época, unos tiempos en los que no había butano y solo se cocinaba o nos calentábamos con leña. Ésta era primordial y los niños fraileros lo sabían, por eso sus padres los mandaban a buscar leña al campo y era muy normal ver por cualquier calle la imagen de un muchacho o de un hombre con una pañeta de leña a la espalda. Todavía puedo ver la imagen de mi tío Camilo con su pañeta de leña buscada en las Carboneras.
La leña era un tesoro y en aquellos inviernos de frío largos y nieve, servía de consuelo primordial. Los que la tenían se aseguraban el calor y el bienestar; eran los ricos, los que tenían tierras y olivos y podaban sus olivos cada año y la llevaban a sus casas, llenaban los corrales y así tenían leña para todo el invierno. Los demás tenían que buscarse la vida, los pobres buscaban la leña en el campo y como no era suya la propiedad, podían ser multados por el guarda rural o la Guardia Civil. Los cortijos sirvieron de refugio a muchas familias en tiempos de la Guerra, huyendo de los tiros y de las bombas y encontrando así un poco de cobijo y de esperanza, algo que llevarse a la boca. Los cortijeros son y eran hospitalarios y socorrieron a mucha gente, gente esforzada que no les temblaba el pulso para conseguir lo que quisieron. Así cultivaron campos pedregosos y pobres, sacaron fruto a sus tierras, prosperaron y se dieron vida: compraban, cambiaban y conservaban. Y hasta se unieron para que le asfaltaran un camino que les permitiera tener una escuela o agua más cerca.

En los Rosales hubo una escuela con maestro y en la Hoya del Salogral también. Aquí incluso hubo una oficina bancaria de la Caja Rural de Frailes porque esta cortijada, a pesar de pertenecer a Noalejo, tuvo y tiene mucho contacto con Frailes, especialmente por estar más cerca y porque sus habitantes venían y vienen más por Frailes a comprar, al médico, a vivir o a divertirse. También la presencia del santo Custodio dio origen a que hubiera más contactos y eran y son muchos los fraileros que visitan la Hoya del Salogral, unos van a ver la ermita en lo alto del cerro de la Mesa, otros suben a por agua porque la consideran milagrosa, otros por admirar sus paisajes … y algunos van de paso y buscan otro tipo de encanto.
La Hoya, Los Rosales, los Barrancos, el Portillo del Espinar, la Cañada Alcalá, Puerto Blanco, Las Carrillas, Las Nogueruelas y muchos otros cortijos y las personas que los poblaron y los pueblan forman parte de Frailes porque llevan su esencia y la conservan, tienen raíces y se han superpuesto a muchas adversidades. De algunos cortijos sólo quedan algunas piedras y de otros la memoria, pero de todos queda el recuerdo de sus gentes y de sus cosas. En mí siempre quedará la estela de esta gente humilde, callada, creyente y trabajadora que ha subsistido al tiempo y a una historia que aún permanece. Los cortijos tienen raíces muy grandes, como en Los Rosales, que hasta fundaron un hogar del jubilado y le pusieron el nombre El Paraíso, en donde siguen reuniéndose y haciendo figuras de esparto, como los don quijotes y sancho panzas, los famosos personajes cervantinos.
El esparto también jugó un gran papel en toda aquella época. Una planta que crecía salvaje en nuestros montes y sierras y muchos agricultores la recogían y los herradores la vendían por kilos. El esparto venía en forma de manojo atado y había que pulirlo, tarea que hacían los agricultores fraileros cuando llovía y no podían ir al campo para hacer sus faenas. Así aprovechaban el día con los trabajos del esparto. Lo introducían en agua unas horas y luego lo maceaban con un trozo de madera, grueso, alargado y redondo. Elaboraban cuerdas o sogas, serones y cabestros, hacían paneros … todo tipo de enseres para vestir sus bestias y casas. En las puertas de sus casas trabajaban. Era una labor callada, los dedos se movían con habilidad, las trenzas salían y, a las pocas horas, habían hecho un cinturón para cuajar el queso, una jáquima para el burro o el mulo, un cabestro. Era un material áspero y vasto pero que cumplía su función.

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