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lunes, 25 de abril de 2016

SER DE FRAILES: CAPITULO DIECISIETE


La calle Nacimiento era la más importante de los barrios altos de Frailes y tenía su  mayor esencia en el hecho de contar con el manantial de agua que abastecía a todo el pueblo. Allí, a sus caños iba mucha gente, unos a por agua y otros al lavadero donde limpiaban la ropa. A todas horas había mujeres entre aquellas piedras, dando pulpejo y restregando la ropa para que quedara limpia, con un jabón hecho de sosa cáustica y turbios del aceite. Por allí, estaba José Mingorance y su mujer, Ana Anguita. Él tenía una pequeña taberna y ella, una tienda. En la taberna de Mingorance se bebía vino por litros y medios litros, con una raspa de bacalao o garbanzos tostaos. Allí se podía ver a Antonio Torres – panadero-  que todas las noches iba elaborar el pan a la cooperativa. También a Carretas, al Yerillo, que vivía frente al Nacimiento.
Dominga vivía un poco más arriba. Era una mujer que tenía tierras y una piara de vacas cuidadas por Castaño, quien cada día las sacaba al campo. Los nenes decíamos ‘las vacas de Dominga’. Ella fue de las primeras personas que compró un aparato de televisión, con el consiguiente abuso de la gente, que cada noche le llenaba la casa para ver las series de la época. Dominga tenía un hermano que le decían Pepe el de las Gaseosas y -en efecto- junto a la fuente Elvira tenía una casa y una pequeña fábrica de gaseosas. Allí las envasaba y las llevaba a las tabernas para venderlas. Era un hombre curioso y a los nenes nos dejaba entrar allí para ver el proceso de envasado de las botellas. Les metía el gas al agua y un edulcorante para darle el color y el sabor. El liquido era un puro gas con burbujas que llenaba el estómago de gases.

En lo alto de las calles Roturas Bajas y Roturas Altas, y por encima de la calle Cantillo, estaba la ermita del Calvario, que tenía un camino de piedras y estaba dedicada a la Virgen de las Angustias. Las mujeres que iban descalzas por aquellos pedregales y decían que habían hecho una promesa que era pedir algo a la Virgen o a los santos como agradecimiento si se cumplía una determinada petición. Se hacía esto para curarse de una enfermedad, para que le saliera bien la mili a sus hijos, para que hicieran una buena boda sus hijas, etc., de ahí la proliferación de promesas. Unos iban andando al Cristo del Paño a Moclín, otros caminaban hasta la Hoya del Salogral por el santo Custodio, los había que echaban una docena o media de cohetes a San Pedro, a San Antonio, o al Corazón de Jesús.
También había un gran culto a los muertos y los lutos duraban uno o dos años; las mujeres se vestían totalmente de negro. Los hombres se colocaban una banda negra en la chaqueta o en la camisa, como señal de que la familia estaba de luto. A veces decían que el muerto tenía una promesa por cumplir y que no descansaría hasta que la misma se cumpliese y así -desde su lugar de descanso eterno- volvía a este mundo a avisarle a los suyos de la obligación de su cumplimiento. Los familiares trataban por todos los medios de cumplirla para que el alma del muerto descansase en paz. La creencia de que los muertos volvían y hablaban con sus familiares estaba a la orden del día y se comentaba por la calle como algo normal. Otros decían que los que se morían nunca volvían, pero son cosas que forman parte de nuestra historia y nuestras creencias.
En las Roturas Altas tenía su residencia Eliseo González que era un hombre polifacético, lo mismo tocaba el saxofón en la orquesta Trébol que hacía de representante de casas comerciales de aguardientes de Rute, vinos de Montilla o jamones, o mantecados. Iba por las tiendas ofreciendo sus productos y tomaba nota, a la semana o así, llegaba un camión o una furgoneta y hacía el reparto correspondiente. Si algún producto salía mal por cualquier causa, las quejas eran para Eliseo, que también tenía una furgoneta Citroen para manejarse en sus negocios.
En estos días de junio de 2014, se amontonan en mi cabeza una serie de recuerdos y jornadas de aquellos lejanos años de la década 50- 60. Y pienso casi a todas horas para encontrar personas que se fueron, pero que vivieron aquellas horas. Repaso y vuelvo a repasar lo que ocurría, unas veces la memoria me da alegrías y las palabras surgen a borbotones, otras la mente queda en blanco y las palabras escritas se suspenden hasta que me llega una nueva iluminación. Paseo por aquellas calles de mi niñez, hago fotografías y las dejo en el disco duro de mi cerebro. Miro el Frailes de ahora, con un alcalde del Partido Popular y otro del PSOE, que estuvo veinte años gobernando. Y pienso que hemos cambiado mucho, que los hijos de los ricos y pobres de aquellos años se mezclan ahora en estas calles por las que aún siguen pasando muchas procesiones, por las que cada vez hay menos vecinos, por las que aún hay muchos parados, pero no son los mismos desempleados que buscaban cualquier cosa en la plaza del Rector Mudarra o en las Cuevas. Ahora vienen en coche a registrarse en una máquina que les da el visto bueno. Ahora por las calles de Frailes caminan gentes que llegaron de otros países, de Rumania, Colombia, Perú, Inglaterra, Bolivia, Marruecos. Son iguales que nosotros, tienen hijos, lloran, sufren, sonríen, añoran a su gente, a su pueblo. Y me acuerdo de mi hermana Maripi cuando venía de vacaciones de Francia. Y me acuerdo de Rafael Maneque que a sus más de 60 años se ha casado con una cubana, Yarisleidi, y ha tenido un hijo con ella. Y algún día me cuenta cosas de aquella Cuba lejana y nos ponemos serios de lo que aún están pasando los cubanos. 
Paseo por estas calles de hoy y miro las macetas que hay en la fachada de la hija de Ezequiel en el Barrihondillo, lo sucio que está el río y cómo la gente sigue limpiándolo y al mismo tiempo dejando la basura en su cauce. Miro la calle Cuevas y cada vez hay más casas vacías. Me acerco al bar la Cueva -cerrado- y junto a su puerta de hierro, parece que oigo a don Fermín, a Pepe Malabrigo, a Zacarías, a Pajarico, a Peña, a Pepín y a la Villa, una mujer que vino de Martos y ahora tiene una casa frente a la Posá, a Merce la Pajarica riendo sin parar …. Oigo la voz de Michael y de Manolo el Sereno, y veo como torea Manuel Benitez el Cordobés.
Así repaso a todos los que pasaron por aquella cocina y aquel mostrador: Mercedes, Amador, Pepito, Carmela, Manolo, su mujer e hijos y Membrillo y los suyos. Vuelvo a cerrar la puerta del bar la Cueva y el portón de Manolín está cerrado, ya no se escucha la  voz de Luis Gamazo ni de sus perros, sigue el huerto con algunas flores y la casa de Miguel Zafra está también cerrada y con un cartel de ‘se vende’. En la tienda de Mercedes y Manolo Zafra hay otras personas vendiendo vestidos y pantalones. En la taberna de Domingo Gregorillo después hubo un supermercado y ahora está cerrado. Parece como si el tiempo hubiera pasado como un torbellino y así ha sido, paso a paso, con lentitud aquellos vecinos de los años 50 y 60 ya no están. Se fueron en busca de la felicidad, a otras tierras y encontraron otro Frailes en sus viajes y se habrán agarrado a él como yo sigo asido aquí a este Frailes de ayer y de hoy. En mi mente bulle y bullen gentes de ayer y de hoy. Paso por la calle Corral y casi no encuentro a nadie, las casas del hombre que le decían Fantoche ya no están allí, la casa de mis abuelos Camilo y Carmen tiene otra fisonomía, los huertos de la Domi de Calañé y de la Amadora de Amadeo se han transformado, nada es igual y parece todo lo mismo. En mi cabeza tengo un lío grande pero trato de reconducirlo, colocando cada cosa en su sitio. El tiempo ha pasado, ya no se oye el agua pasar por la acequia de la calle Alba, y Juanito -que se casó con la Mari Montes Martínez- tampoco está allí.
Ahora, me coloco de nuevo en el centro de la tienda de mi madre, María la Betuna, y veo al Señor del Paño que sigue intacto con su cruz a cuestas, aquellas tiras para atrapar moscas que se pegaban allí sin remedio, una panoja grande de plátanos medio verdes y liotes pequeños de carne traídos de Alcalá. Y vuelvo a mirar a la cooperativa y aún no está construida la Caja Rural. Hay un ciprés largo, un huerto donde Vicente Pelicos, en un día de San Pedro, hizo tallos o churros o tejeringos y contrató a un portugués que nadie entendía. Y sigo mirando por la calle Mesones y veo a Miguel el Señorico, en su gran casa, con la puerta medio cerrada. Por donde sale su moza, la Chipilina, que ha ido a comprar unos gramos de café. Miguel el Señorico sale bien vestido de aquella casa que después heredará Dominica Romero, la madre de Luis Raya. Y se beberá un café en la Cueva.
Un poco más arriba está la casa de Miguel Vela y sus dos hijas y un hijo. Miguel trabajaba con José Miguel Gallego y las hijas se fueron a Bailén. Volvían de vez en cuando, hasta que murieron sus padres y se cerró la casa. A su lado tenía también la Chipilina una pequeña casa que después compró Liborio Romero. En la calle Mesones había y hay un pequeño callejón, allí vivía Gregoria, la abuela de los embutidos  y Domingo, su marido, y su hijo Luis Lucio, un solterón de por vida, que venía a comprar celtas emboquillados a mi casa y se bebía un par de copas de aguardiente o de coñac. Era nieto de mi vecina Virtudes y -cuando esta murió- se llevó a su hijo Rafalillo a su casa de la calle Mesones. El Fuerte vivía allí también, el padre de Indalecio el Exagerao, que siempre tenía prisa para ir a encalar. Y Calahorra, que tenía una piara de cabras que guardaba su hijo. Él vendía la leche que ordeñaba cada día y la distribuía con dos cantaras. La vendía en Alcalá, con una medida de un jarrillo de lata equivalente a un cuarto de litro. Así paseaba las calles alcalaínas … vendiendo leche.
En la calle San Antonio tenia su casa Membrillo, emigrante en Alemania. A su vuelta se ganó la vida alquilando el bar la Cueva y más tarde el bar Nuevo. Éste último lo edificó Miguel Zafra y lo tuvo alquilado hasta que mi hermana Maripi se lo compró con el dinero que ahorró en Francia. Membrillo tenía a su hijo Antonio, guardia civil, al que destinaron al País Vasco. Un día nos enteramos de que en un atentado de la ETA le dieron un tiro en el pie y se retiró con una buena paga. Después de este incidente, se hizo corredor de seguros en Alcalá. Fue su hijo Paco el Sierras el que montó el primer pub en Frailes. Allí muchos jóvenes nos emborrachamos, oíamos música, jugábamos al futbolín y besábamos a las fraileras. Lo montó en la calle Elvira y tuvo mucho éxito, hasta que se fue a Granada y montó otro bar. Su hijo Ángel se hizo negociante de aceites y le debe ir bien porque vuelve a Frailes conduciendo buenos coches. Su hija María se casó en Alcalá con Paco el Quasi, que regentaba una cafetería junto a la discoteca la Belle Epoque. Detrás de la casa de Membrillo había un pequeño callejón donde vivían dos personas mayores, le decían de apodo El Tropel y la Tropela. Eran sordos pero se entendían bien, bajaban por la calle Mesones e iban a comprar a mi tienda. Aún puedo verlos cogidos del brazo, ella llevando una cesta para meter los ‘mandaos’ y él con una garrota para evitar los peligros. Junto a ellos estaba la casa de Antonio Carabito, soltero, una persona limpia y solitaria pero bien cuidada.
Mi madre compró aquella pequeña casa por 50.000 ptas. para hacer negocio y venderla después, pero mientras tanto hicimos algún guateque con los amigos.  Siguiendo la calle San Antonio, nos encontramos la casa de la Grilla que era una mujer muy vivaracha y tenía unos andares rápidos. Casi siempre la veía por la casa de Librada y le ayudaba en los quehaceres cotidianos. Su padre, bastante mayor, era el Grillo, y le gustaba el vino como a tantos otros; por eso muchas veces venía a la taberna de mi padre a tomar unos vasillos. Frente a esta familia había otra vivienda de un hombre que le decían José, el Vizco Empalaga. Su hija se casó con Miguel Mingorance, otro matrimonio más que se fue a la Fasa-Renault a Sevilla.
José María el de Cerdas habitaba otra de las casas de esta calle. Un hombre grandullón y fuerte, albañil. Con su camisa llena de yeso y tocado con su gorra, lo veía venir por la calle Mesones. También tenía dos hijas y también una se fue a Sevilla al casarse con un alcalaíno que colocaron en la fábrica de la Fasa-Renault. Una vez me llamó y me dijo que leía mi blog, lo cual me dio mucha alegría. La otra hija se fue a  Barcelona.
Recuerdo que La Pollica y su hija también estaban por allí, entre la calle Gloria y la calle san Antonio, frente a las Escalerillas que iban a parar a la calle Tejar. Más arriba tenía su vivienda la familia de Amador Álvarez y Mercedes Tello, con sus hijos David, Pepe, Carmelita, Merceditas y la mayor Amelia, que se casó con un Raya, un hombre mayor, siempre vestido con un traje. David trabajó en el bar la Cueva; más tarde le dieron un puesto en el sindicato. A Pepito le decían sus amigos Mortadelo por las gafas que tenía que llevar de lentes gruesas. La barbería de Molina estaba situada en esta calle y hacía esquina con la calle Rosario. Molina se casó y edificó una casa totalmente nueva, dejando el bajo como barbería a donde yo iba a cortarme el cabello, a “pelarme”, como se dice por Frailes. José Molina me sentaba en aquel sillón, metálico y de grandes brazos, de color blanco y negro, reluciente, que se podía girar y dar vueltas, frente a un espejo grande y esmerilado. Sus manos se movían con rapidez y soltura, manejando las tijeras y el peine con habilidad o pasando una maquinilla manual que la asía con sus dedos blancos y limpios. Él mismo olía a colonia.
A mí no me pelaba al cero, aunque estos cortes de cabello eran muy comunes. A los niños se los hacían habitualmente en aquella época para evitar piojos y liendres. El pelado al cero nos limpiaba de estos bichitos que eran fruto, aún, de la posguerra y de la miseria. Frente al espejo había pequeñas estanterías en donde se colocaban las herramientas del barbero y los botes de colonia. Recuerdo una que se llamaba Floyd y era de color rojizo y desprendía un fuerte olor, lo que se llama ahora ‘afther save’ (para después del afeitado). A mí me gustaba olerla y cuando esperaba mi turno, veía cómo Molina se la ponía en la cara a algunos clientes distinguidos y le daba varias palmaditas. Molina también afeitaba a los clientes, tenía un utensilio con un jabón y una brocha al que le echaba agua y, cuando la brocha se llenaba de espuma, se la pasaba por la cara al cliente. Aquella navaja de barbería, niquelada y con una hoja que afilada varias veces en medio de la faena, con una especie de mango y cuero donde pasaba una y otra vez la navaja. Al final la cara se quedaba limpia y afeitada y el cliente listo para salir a la calle. Cuando terminaba su faena, le daba media vuelta al sillón y acompañaba la frase ritual de ‘está usted servido’. Entonces le “aflojaba” el dinero y se colocaba el siguiente en el sillón. Muchos de sus clientes tenían un convenio para todo el año, como el médico. Molina le cortaba el pelo a toda la familia y ésta le pagaba con trigo o cereales, una cantidad convenida, lo que se llamaba una iguala. Yo le pagaba dinero contante y sonante, porque mi familia no tenía cereales ni propiedades. 
La barbería era un lugar de cháchara y conversación, casi siempre había gente, muchos eran tan habituales que más bien parecían tertulianos. Se hablaba de casi todo, del tiempo, de fútbol … menos de política; eso estaba prohibido. Molina era buen conversador y sacaba siempre algún tema. Mientras hacía su labor, hablaba y cortaba, hablaba y cortaba … mientras el zigzag de las tijeras hacía lo demás. Eso sí, siempre respetaba a sus clientes. A mí me daba por pensar en que, cuando estaba afeitando a alguien, en un descuido podía cortarle la garganta a alguien. A veces sucedía y la sangre salía entre la espuma. Molina le aplicaba algún secante blanco y la sangre ya no fluía, aunque la herida siguiera escociendo.
La barbería olía a alcohol, a colonia, a espuma, a agua y jabón, y las conversaciones fluían de aquellas gargantas de agricultores, de fraileros y de algunos que venían de las Riberas o de los cortijos. En un recoveco de la calle san Antonio vivía la Pajota, cuyo marido vendía carbón en las Cuevas. No sé si ella tenía una pequeña tienda, el caso es que se quedó viuda y la casa se convirtió en un aposento de turismo rural. Al lado estaba la casa de Paco Mudarra, que al principio se dedicó al arreglo de aparatos de radio y después prosperó y se hizo gerente de la cooperativa de aceite y de la Caja Rural, primero en Frailes y después en Alcalá la Real. Se hizo un gran chalé junto a Los Baños, en donde vivió unos años con su mujer. También fue uno o el último alcalde de la etapa franquista.
Un hombre al que le decían Minero tenía una tienda junto a la barbería de Molina. Vagamente recuerdo lo que vendía, pero estoy seguro de que allí comprábamos trompas y cordeles para liarlas, tirarlas y hacerlas bailar y zumbear. Más arriba vivía Francisco Alcaide, le llamaban Paquillo, en una casa grande y moderna que se diferenciaba de las demás. Este hombre trabajaba en el Ayuntamiento, cobraba letras de un banco y tenía una tienda de tejidos con Antonio Tello, que estaba al lado. Antonio Tello era padre de Miguelín y David Tello, y su madre Librada era la suegra del médico don Fermín Medina, al casarse con doña Carmela. Parece que lo estoy viendo, con sus gafas, su chaqueta, camisa y corbata, y en los dedos un cigarro. Fumaba sin parar y tenía manchados los dedos de nicotina. Se colocaba en la puerta de Antoñico el Loco y allí hablaba con el que pasaba, hacía una visita al casino de Manolillo y vendía los tejidos en la tienda que tenía un mostrador de madera de un lado a otro de la habitación, con estanterías donde colocaban las telas de diversos colores para que la gente se hiciera vestidos y trajes, chaquetas y pantalones.
La tienda tenía un olor característico como a borra, o sea, un tejido de tela de mala calidad. Las familias pobres compraban allí, porque lo hacían a través de unas ayudas que le daba el gobierno, a pesar de que muchos se quejaban de que la ayuda no se la daban en metálico y tenían que comprar ropa para cobrar la misma. Era algo oscuro que en mi mente nunca lo tuve claro. En la tienda de Antoñico el Loco comenzaba la calle Picachos. Vendían de todo, desde mistos de cartón, una especie de papel como con unas uñas rojas, que al rasparlas crujían como un cohete, tela de alambrar, galletas, arroz, lápices. Antoñíco llevaba un mandil puesto para no ensuciarse y siempre estaba tras el mostrador. Había estanterías normales y con cristales, donde colocaba todos sus productos, como escobas, botes de colonia barata, latas de atún, cuerdas, galletas, casi todo productos necesarios para aquel Frailes de subsistencia. Para aquel Frailes de familias pobres y sin trabajo que pululaban por las tiendas dejando sus deudas en papeles de estraza, que se colgaban en un gancho de alambre en una pared. Cuando la gente venía a pagar su cuenta, se buscaba un papel tras otro hasta que se encontraba. Muchas cuentas de aquellas quedaron allí clavadas para siempre porque no hubo nadie que se hiciera cargo de ellas. No había trabajo y se fiaba mucho, en espera de tiempos mejores que, en la mayoría de los casos nunca llegaron.



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