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miércoles, 31 de enero de 2018

AQUELLOS CARNAVALES DE ANTAÑO

Yo venía de un lugar donde las calles no eran de asfalto, sino de un polvo ocre que se levantaba en verano y se volvía barro cuando llovía. No usé zapatos ni botas hasta bien entrado en la juventud, pero si me aprendí el catecismo e incluso gané un campeonato en las escuelas de Palacio y una beca del general Franco. Deambulaba por las calles y por el río y casi nadie me controlaba; las mañanas las pasaba en un banco para dos, de madera, con dos agujeros para colocar los tinteros y mojar las plumas que nos hacían borrones y había que tener un secante para que no se hicieran muy grandes y escribía en un cuaderno de honor.
Me paseaba por la calle Horno y Corral e incluso llegaba a la calle Cuevas, donde había un río que en invierno llevaba el cauce lleno de agua; sufríamos auténticos temporales de agua y nieve que a veces duraban meses. Jugaba y me peleaba con mis semejantes; me lavaba en una acequia que pasaba cerca de mi casa y mi madre se calentaba en el fuego, colocando cajas de pescado vacías que ardían sin cesar y se consumían rápido; ella se quedaba dormida, agotada por el cansancio de todo un día de trabajo y yo la miraba absorto y me acurrucaba en sus faldas. Mi padre tenía un burro, varias cabras, un par de cerdos e incluso una pareja de palomos. Él iba a tomar vino a casa de José Miguel Gallego y se juntaba con sus amigos y a veces iba a ver que hacía y me daba un sorbo de aquel caldo.
No recuerdo la primera vez que me duché, pero fue en mi adolescencia, mientras tanto me iba lavando como podía. Dormí varios años en un catre de cuerdas que a veces se desbarataba y daba con mis huesos en el suelo de yeso. Me ponía los zapatos de mi hermano para sentirme importante, tenía unos rojos que cuando me los colocaba parecía estar en una corte de Luis XIV.
Durante muchas noches soñé con don Juan Borrego Arcos, mi profesor de Matemáticas, soñaba realidades que me suspendía y no podía seguir estudiando; mi madre le regaló una manta que era un pastel grande que hacía una mujer en Frailes de la calle San Rafael. Jugaba a la pelota en las Eras del Mecedero, en principio con bolas de trapo que en cuanto tocaban el suelo, se deshacían; después con balones de cuero que pagábamos entre todos y que se los encargábamos a un regovero que hacía recados cuando iba a Alcalá.
Cuando me despertaba, me encontraba solo en aquella casa de la calle Horno, donde ahora vive una mujer que no conozco, corría hacía el cántaro a beber agua y me ponía como una sopa porque al alzarlo no lo podía controlar.En las noches de invierno y con viento, me asustaba y me iba a casa de mi vecina Virtudes para combatir el miedo hasta que llegaba mi madre, en aquel tiempo no había conciliación familiar y cada cual se buscaba el cobijo como podía.La puerta de mi casa tenía unas rendijas grandes por donde se colaba el viento y algunas noches el miedo me aumentaba y me iba a cualquier parte donde había una luz.
Anduve perdido varios años, sin saber qué hacer con mi vida, como ahora, como siempre, como alguien que va buscando su razón de ser y sigo sin encontrarla. Las mañanas, ahora, las paso contemplando el Paseo de los Álamos, mirando a la fortaleza de la Mota con su galardón de Hispania Nostra, mirando a los que me miran y hablando a los que no me hablan. Las mañanas las voy pasando como mejor puedo, unos días me levanto, otros también me levanto y el Carnaval no es como antes, ahora vamos disfrazados casi todo el año, o uniformados;antes no tenía mucha ropa, pero me miraba cuando me vestía en aquel espejo de la habitación bonita de mi casa frailera y desde allí veía el cementerio.

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