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domingo, 11 de marzo de 2018

MI PRIMERA VISITA A ALCALÁ LA REAL

Desde pequeño he tenido una afinidad, acercamiento o amor por Alcalá la Real, cuando tenía cinco o seis años añoraba conocer la ciudad de la fortaleza de la Mota. Mi madre que solía visitarla todas las semanas para hacer las compras de diversos productos para su tienda, me contaba cosas de la urbe y sobre todo de los comerciantes que la atendían bien. Hablo de los años 1955 y posteriores. Ella recorría los lugares donde vendían las diversas mercancías. Desde la cantarería de Pepe en la actual Avenida de Andalucía, que al final era como un descampado donde no había edificaciones, pasando por el casco urbano, por la tienda de Pepe El Trompero, o la de los Montañeses, Antoñito Gutiérrez, Isabelilla al principio del Llanillo, la papelería-librería de los Murcia, o una tienda pequeña de hilos. En el Juego Pelota mi madre visitaba a Antonio El Trompero que regentaba un salón de bodas y era una persona generosa. Asimismo, el mercado de Abastos estaba instalado en lo que hoy es la fuente de la Mora. Era un lugar fantástico, donde había casi de todo. Una fila de puestos de frutas y hortalizas, enfrente puestos de pescado y carne. Allí, se oían las voces de los vendedores, a veces abusivas y los Marañones o Gaticos eran los que traían el pescado fresco desde la costa hasta Alcalá la Real. El mercado de Abastos era un lugar divertido, alegre, con vida, con mucha gente, donde se podían aspirar olores y a veces masticar sabores y encontrarse con cualquier persona de Alcalá, Frailes, Castillo, Alcaudete o Valdepeñas.
Llegó el día que esperaba con ansiedad y mi madre, María la Betuna, me llevó a conocer la ciudad alcalaína. No cabía en sí de gozo, solo subirme al autobús que en aquel tiempo le llamábamos Alsina, fue todo un acontecimiento, el viaje a través de aquella carretera polvorienta fue hermoso, mis ojos no paraban de observarlo todo: los olivos, el cielo, los puentes, la gente que iba andando, las paradas que la Alsina hizo en la Ribera Alta, en lo alto de las carreteras, en la aldea de Santa Ana y en fin, donde cualquier viajero quería bajarse. Creo que el viaje duró más de una hora. Pero andando se tardaba más de dos horas y eran muchos los que se trasladaban caminando. Mi madre conocía al dueño de la Alsina, era Miguel Contreras, un señor de entrada agradable, con gafas oscuras, un gran anillo en su dedo, campechano, con una voz potente y que de vez en cuando se daba un paseo por Frailes para revisar los servicios de su empresa. El autobús era un poco destartalado, con una gran baca a la que se subía por unas escalerillas. Parecía una especie de animal, con una cabeza que le sobresalía y un abultado estomago donde había asientos para que los viajeros los usasen. Contaba con varios chóferes que tenían una especie de taquilla para sacar los billetes en la calle Tejar de Frailes, junto a la tienda de mis padres. Al estar los dos servicios juntos, mis progenitores hicieron buenas ‘migas’ con toda la gente de aquella empresa y se hacían favores mutuos. De tal manera, que el día que viajé con ellos no me cobraron el billete y me dieron un buen sitio para disfrutar del paisaje. Después, la empresa Contreras ha tenido una evolución importante, con transporte escolar, con transporte a Granada, con viajes discrecionales y se mantiene viva con la dirección de otro Contreras, Miguel que también se jubiló y le sucedió un nieto. Algunos fraileros han formado parte de la plantilla de esta empresa.
Al llegar a Alcalá la Real el impacto que me causó fue grande. Aquellas calles no se parecían en nada a las de Frailes. En medio de la ciudad había un montón de árboles, era el famoso Paseo de los Álamos, con una fuente taza que lanzaba agua hacia arriba. Había un hombre vestido de uniforme azul, con un casco de lata blanco en la cabeza que daba pitidos a diestro y siniestro y que luego me enteré de que regulaba el tráfico. Allí, en medio de la carretera parecía un ‘dios’ con la potestad de dar paso a unos y a otros, los que se dirigían al Llanillo y los que iban hacía la antigua estación de autobuses junto a San Antón. Al bajarnos del autobús, mi madre me tomó de su mano para que no me perdiera, pero yo estaba en Babia, extasiado, quería verlo todo. Aquella heladería donde fabricaban grandes barras de hielo que estaba en una calle estrecha, frente al bar que hoy se llama las Catacumbas y donde actualmente se ha instalado el BBVA, era un lugar fresco y placido, con una especie de máquinas que elaboraban helados y polos, había un hombre serio pero aquellos helados sabían a gloria; había otro bar grande que se llamaba Ferreira y su interior estaba lleno de gente que pedía cerveza, vino y ofrecían unas tapas riquísimas.
Al doblar la esquina y al principio del Llanillo estaba el local de Isabelilla, una mujer que tenía un negocio importante y atendía a muchos cortijeros y personas que llegaban de las aldeas, además, era dueña de una pensión en la calle Fuente Nueva. Enfrente estaba la pastelería de Calixto y un poco más allá el famoso Pilar de los Álamos, un poco deteriorado por el paso del tiempo. Pero que llamaba la atención a los que llegaban por primera vez a Alcalá la Real. Mi madre iba de tienda en tienda para realizar sus compras, todos los comerciantes me decían cosas agradables y me daban algún caramelo o pequeño obsequio. Mi madre me llevó casa Pepe El Aguardentero en la plaza del Ayuntamiento para tomar una manzanilla caliente y espabilarnos del viaje. Era un lugar donde iban a tomar anís y manzanilla caliente todos los madrugadores y allí se reunían todo tipo de personas para iniciar un nuevo día. Después, realizamos una visita inevitable, mi madre me volvió a tomar de su mano y Llanillo arriba fuimos hasta la iglesia de Consolación, donde se veneraba la imagen de la Virgen de las Mercedes y allí que me llevó María la Betuna porque siempre que visitaba Alcalá iba a ver a la Patrona porque le tenía una gran fe y le rezaba todos los días en su pequeña tienda de la calle Tejar de Frailes. Yo, también, empecé a tomarle apego a aquella Virgen que estaba instalada en una especie de trono dorado y que volvía locos a los alcalaínos sobre todo el 15 de agosto, día grande en la ciudad y en varios kilómetros a la redonda. Poco a poco, María iba haciendo sus diversas compras: la cal, los hilos, las velas, carne, macetas y cántaros, botones, pipas, caramelos, chupachups, tortas y dulces, lejía, harinilla, tiras para las moscas, cohetes, petardos, y un montón de productos más que los comerciantes alcalaínos le vendían y al mismo tiempo los llevaban hasta el autobús, donde eran subidos a la baca y de allí, vuelta a la villa de Frailes. María la Betuna conocía a mucha gente de Alcalá, debido a su profesión, especialmente a los comerciantes y personas que se movían en ese mundo. Conocía a personas como Miguel Contreras, los Gaticos, Antonio Gutiérrez, Pepe Alameda, Jesús Vico, Antonio y Pepe Peñalver, Isabelilla, don Juan el médico que tenía una clínica junto al cuartel de la Guardia Civil, la familia Ferreira, Calixto Nieto, Cebolla, Marcos, los hermanos Rosales, Frutas Lozano, Vialca, el señor Aguilar que era alto y grande y tenía una pequeña gasolinera frente a lo que hoy es el bar Alaska, y muchos más como Paco Cigarrón, un hombre alto y guapo que vendía bebidas en un almacén en la calle Mesa y casi todas las semanas hacia una visita a Frailes para tomar nota de los diversos productos que las tabernas y los comercios le compraban; los hermanos Cortés que envasaban vino de la Mancha y lo vendían y repartían en Alcalá y los sitios de alrededor, junto con otro tipo de bebidas. Todas estas personas eran gente que tenía un negocio, un comercio y ella iba buscando todo tipo de artículos porque los vendía en su pequeña tienda que era como un minúsculo supermercado donde había de todo.
Para mí, aquél viaje fue como de iniciación a la ciudad alcalaína, miraba todas aquellas calles anchas y con mucho bullicio. Los carteles que anunciaban las películas, los automóviles que iban y venían, algún autobús de extranjeros, el Llanillo que era la arteria principal, con sus casas bonitas, el Casino y sus socios que estaban sentados en la acera, en grandes sillones y con toldos para defenderse del sol. Allí vi al médico frailero don Fermín que era un asiduo y jugaba a las cartas y al dinero en el Casino de los señoricos. Había tiendas con grandes escaparates, donde se exhibían las prendas de vestir, utensilios del hogar y muchos artículos más. Fue como una especie de flechazo que me duró toda la vida y Alcalá y yo mantuvimos un idilio que sigue intacto hasta el día de hoy. Aquél ambiente con gente por todos lados, el Paseo de los Álamos, y también la fortaleza de la Mota, pero aquel castillo no me fascinó en un principio, fue al pasar el tiempo cuando fui conociendo a esta edificación fortificada. Aquellas calles estrechas que iban todas a parar al castillo árabe o las edificaciones religiosas como los conventos y las iglesias. Pensé en mi interior que me gustaría poder vivir en este lugar y lucharía para conseguirlo, pero aún no sabía el modo de hacerlo.
Volví más veces a Alcalá, sobre todo cuando se celebraba el día de la Patrona, la Virgen de las Mercedes, el 15 de agosto, era la fiesta por antonomasia en la comarca y desde Frailes, los autocares Contreras no cesaban de dar viajes de ida y vuelta. Desde por la mañana hasta las cinco de la madrugada iban y volvían, llenándose hasta los topes y plantándose en aquella ciudad familias enteras que festejaban el día de la Virgen con todas sus consecuencias. Los que más madrugaban estaban todo el día dando vueltas, recorriendo las principales calles, enterándose de los festejos que se ofrecían. Comían en cualquier taberna, aquellos bocadillos de atún con musa, o raciones de gambas o lomo, después tomaban un helado o un polo de la Heladería Ferreira, compraban velas para la procesión, algunos iban al cine, pues había dos establecimientos de este tipo, uno el teatro Martínez Montañés que estaba en una calle estrecha, un par de calles más arriba del Llanillo. Otro de los cines estaba junto a las Escuelas de la Sagrada Familia.
El día de la Virgen y en la feria de septiembre se colocaba grandes carteles sobre las películas que se proyectaban en aquellos días en la calle Fuente Nueva, con unos títulos grandes y dibujos de algunas escenas de los films que acaparaban la atención de los peatones. Lo principal era ir a venerar a la Virgen de las Mercedes y la celebración de la procesión era el gran acontecimiento del año. Miles de personas se arremolinaban en el Compás de Consolación y sus aledaños. Había algunas personas que habían hecho promesas a la Patrona y las pagaban el día 15 de agosto. Unos iban descalzos durante la procesión, otros daban limosnas a los pobres, otros iban alumbrando con velas durante el recorrido. Era una avalancha de gente por todas las calles y los comercios, tabernas y bares se preparaban para cuando finalizase el recorrido. Era un río de gente el que se deslizaba por todo el centro de Alcalá y cuando terminaba la procesión, las gentes buscaban refrescarse, o tomar algo para que el cuerpo pudiese aguantar todas aquellas horas. Algunos volvían sobre las diez de la noche a Frailes, poniéndose en marcha la operación que los autocares Contreras disponían para la ocasión. Empezaban a volver a Frailes y a sus cortijos de origen, retornaban contentos por haber disfrutado un buen día. Y aquella experiencia les duraba muchos días porque la recordaban en sus conversaciones, era el tema principal entre ellos. Siempre se comparaba algo bueno con el día de la Virgen de las Mercedes, se decía, eres más grande qué el día de la Virgen. En Frailes había una gran devoción por esta Señora que tenía un gran camarín, que se situaba en lo alto de aquel templo de Consolación y que todos le pedían sus gracias: los comerciantes, los agricultores, los casados, los solteros, los niños y los grandes. La Virgen de las Mercedes era un referente para toda la comarca y la sacaban en procesión para que trajera la lluvia y los campos se hinchasen de agua y pudieran dar una gran cosecha.
(De mi libro, sin publicar, 'Un frailero en Alcalá'


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